miércoles, 20 de febrero de 2013

El día en que las orquestas desaparecerán del mundo del cine

Desde hace unos 60 años los ingenieros de sonido no han cejado en su empeño de sustituir los instrumentos musicales por aparator electrónicos que los emulen. Ya en la década de 1950 aparece el primer dispositivo considerado precursor de los "samplers", esos aparatos capaces de grabar un sonido (también llamada "muestra") y reproducirlo a todas las frecuencias audibles e inaudibles. El primer sampler, el "melotrón" fue una revolución, sobre todo en el mundo de la música electrónica y experimental, pero estaba muy lejos de poder competir con el instrumento al que emulaba: cuanto más se alejaba la muestra de la frecuencia original más artificial resultaba al oído. Además, se descubrió con ello que los "ruidos" inherentes a la forma de tocar el instrumento (la fricción del aire en tubo y boquilla, en los aerófonos, por poner un ejemplo) son parte esencial de su sonido, si bien no lo son de su timbre.
  

Con el avance tecnológico en lo que a soportes de almacenamiento digital se refiere, algunas marcas como Yamaha desarrollaron allá por la década de 1990 las primeras "librerías de sonido", es decir, grabaciones sistemáticas de sonidos de instrumentos nota a nota, que se dispararían con un interfaz controlador MIDI que podía tener teclado incorporado o ser un módulo exento. Se ganó significativamente en realismo al estar tomadas del original todas las frecuencias. Ese efecto "pitufo" en los agudos y de "pilas gastadas" en los graves había pasado a la historia... siempre y cuando se dispusiese de varios cientos de miles de pesetas.
El siguiente paso fue el mapeo en dos dimensiones, en el que no sólo se sampleaban las distintas alturas sino que se tomaban muestras distintas para cada matiz.


Poco a poco las librerías fueron abandonando el mundo del hardware y pasaron a funcionar exclusivamente por software, de manera que los instrumentos físicos pasaron a ser innecesarios. Hoy en día los músicos que utilizamos estos recursos disponemos de un teclado controlador MIDI que no tiene sonido propio, simplemente envía la información digital necesaria: note on, note off, velocity y a veces también valores de controladores como el bend, modulation y otros. El sonido es programable y automatizable en todos sus parámetros.
Es comprensible que cuanto mayor sea el número de muestras de una librería tanto mayor será su tamaño y más recursos consumirá durante su uso. La llegada de los sistemas operativos de 64bits así como el aumento de memoria RAM en los equipos modernos ha marcado el paso decisivo para el florecimiento de estas librerías.
Desde hace unos pocos años, desarrolladores como Eastwest, Native Instruments, Vir2, Cinesamples y otros están creando librerías especializadas en instrumentos concretos, de manera que se pueden encontrar por separado cuerdas, metales, maderas, percusión y coros, o incluso instrumentos solistas. El gran avance radica en la programación especial que algunas librerías tienen: pueden escogerse sobre la marcha las distintas articulaciones y recursos instrumentales y, lo que es más importante, el legato está cada vez más conseguido. Han pasado a ser auténticos instrumentos virtuales.

Como muestra de todo lo dicho, he recreado el inicio de "Así habló Zarathustra" de Richard Strauss. En muchos aspectos es mejorable pero sirve de ejemplo.



En realidad, esta entrada no pretende ensalzar las bondades de las nuevas tecnologías, que por supuesto las tiene, sino plantear un dilema moral, estético y artístico: ¿qué sentido tiene sustituir algo real por algo artificial?
Cada vez son más las películas cuya música está íntegramente hecha por ordenador y los músicos de sesión le están viendo las orejas al lobo incluso en Hollywood. Hans Zimmer, por ejemplo, es uno de los compositores que más ha recurrido al ordenador en películas como Gladiator (2000), Piratas del Caribe (2003), Batman Begins (2005) y Origen (2010). Cualquiera que tenga el oído educado en la música sinfónica puede darse cuenta del efecto artificial que poseen. Sin embargo, hay multitud de trucos para maquillar estos defectos. El primero es el de recurrir a músicos reales cuando se trata de voces o instrumentos solistas. El segundo, y con diferencia el más grave, es utilizar las librerías de manera que la música compuesta explote sus mejores recursos; esto supone que la música se ve condicionada por la tecnología cuando, por ejemplo, se hace un abusivo uso de las articulaciones staccato. Quien quiera comprobar lo que acaba de leer no tiene más que escuchar la banda sonora de alguna de las películas antes mencionadas.
En definitiva, las librerías de sonido son un recurso barato (algunas ascienden a más de mil euros, pero sigue siendo menos que contratar a una orquesta) y permiten innumerables cambios y ajustes en la sincronía. Pero el efecto aún no es 100% realista y si se dispone de presupuesto la opción de contratar músicos auténticos sigue siendo la mejor opción...

...siempre y cuando el objetivo sea la calidad artística.